El monólogo suele ser de una sinceridad terminante. No hay interlocutor con quien medirse. El diálogo suele ser de una cómplice sinceridad: en el mejor de los casos es tu palabra junto a la mia. Pero más allá del diálogo aparece ya el espectador y el testigo. La sinceridad se ha hecho imposible. Más allá del diálogo empieza la representación. Rafael Argullol

martes, 9 de febrero de 2010

Olor a rosas invisibles

Cuando entré a aquel espacio en el que me dejaste en la mañana no podía, ni debía saber lo que el destino me deparaba, iba con una sola idea en la cabeza, y un olor a rosas invisibles me transportaba hasta su ubicación.
Aunque reconozco haber tenido que preguntarle a la dependienta por el lugar más cercano o próximo para su hallazgo, la atracción que sentía hacía aquello era enfermiza, pero nunca me imaginé llegar y encontrarlo allí, solo y esperándome.

Tan pronto lo vi me abalancé sobre él como si estuviera en una competencia o como si hubiera alguien mas buscándolo y tan pronto lo tomé en mis manos procedí a sacarlo de ese azulado y hermoso cuarto donde estaba. Su tamaño me dejó impresionado, no lo imaginé así, es más ni por mi mente establecí ninguna relación, era así como él es.

No se aún como continuar, pues estoy aún obnubilado por el regalo que me llegó. Salir de allí y tomar el Circular que va para el centro de la ciudad fue la disculpa perfecta para sentarme y desconectarme del mundo e incluso de los ajustados jeans que recorrían el corredor del bus, esta razón, tan fundamental, tampoco fue obstáculo. Procedí a hacer una lenta y concentrada lectura de él, miré cada uno de sus detalles, su color y me di a la tarea de abrirlo.
Con la voracidad de una piraña las hojas fueron cayendo y apareciendo los recuerdos especialmente el de El Automático, café en el que en mis años mozos solía ir a escuchar a los doctos, a quienes fuera de goterearles el aguardiente y el tinto, les gorreaba inteligencia, cuando ellos lo permitían.


La sensación con el paso de los años cuando volví a El Automático, fue similar a la que sintió el narrador de la historia, un lugar distinto, y de un solo brochazo borrado de la historia, ese paralelo con el Sussy es la historia de Eloísa y Luicé, y aquí comienza mi periplo emocional, nunca he ido a Egipto y menos a Luxor, ni me he encontrado con una chilena ni mucho menos he tenido un encuentro sexual de varios meses, aunque no niegue que lo he deseado, sobre todo lo del sexo, no importa que no sea chilena.

Pero sí he sentido ganas de encontrarme con gente que hace años no veo y que en su momento las cosas no fueron posibles, mujeres que se fueron de la vida sin dárseles nada, y abandonadas a su suerte en una jauría de lobos.
El encuentro en la Florida es de una sutileza que la prosa de la Restrepo se engrandece y permite mirar con admiración y con respeto la pluma de esta mujer. Esas mismas reflexiones que hace Luicé al verla en el aeropuerto me las he hecho miles de veces, cuando pongo una cita o me encuentro con alguien, termino diciendo: nadie como mi flaca.

Al cruzar por el barrio Prado con destino a la Universidad de Antioquia cierro la última página del libro y una gran sonrisa se manifiesta en mi rostro, como decías existen lugares para los libros y éste era un libro para leer en un bus. Ahora esperaré a que aparezca un amor que pude haber conocido en uno de mis viajes al exterior y aún no se ha manifestado.


Café El Automático Bogotá





Sobre El Automático




El Automático Nostalgia con aroma de café (y aguardiente)




Por Pedro Restrepo Peláez




En el sitio donde antes funcionó un restaurante — establecido por inmigrantes europeos y basado en el en ese entonces novedoso sistema de auto-servicio o automático— apareció el café que llevaba este nombre. Durante varios años estuvo en un local situado en la avenida Jiménez (entre carreras Quinta y Séptima) y su propietario era el paisa Fernando Jaramillo.


Más tarde pasó a manos de Enrique Sánchez, también antioqueño, quien trasladó —café y clientela— a uno de los locales del pasaje que comunica el parque Santander con la carrera Quinta.




Varios son los cafés bogotanos que tuvieron nombradía por el carácter y el oficio de sus visitantes.


Los hubo de intelectuales, de políticos, de ganaderos.


Y de estudiantes que repasaban allí sus tareas amparados en la compra de un tinto.


O en su donjuanismo con alguna apetitosa mesera.


El Windsor, el París, el Pasaje, son recordados por quienes asistieron (en corto tiempo) a la transformación de una Bogotá aldeana en una monstruosa urbe.


Así como los cafés eran en el siglo pasado el centro social de la clase media y el club de la clase alta, las chicherías cumplían el requisito de congregar la bohemia proletaria.


Y no era extraño que en dichos antros se colara algún político en trance de candidato al Congreso o el poeta de frondosa melena.


Como para que la oratoria y la poesía se dieran la mano.


El Automático llenaba un vacío o, mejor, cumplía con el propósito de congregar una diversa clientela, en la cual literatos y poetas podían acompañar su ego con el aguardiente del Estado o con una cerveza de nombre germánico.


Y al crítico de compleja teoría estética con el coro de pseudointelectuales comúnmente llamados lagartos.



El Automático tuvo su auge en la época en que ciertas personas de renombre lo frecuentaban. Allí se dieron cita periodistas como Juan Lozano y Lozano, Alberto Galindo, Rubayata, Villar Borda. Y pintores como Ignacio Gómez Jaramillo y Marco Ospina. Los caricaturistas Pepón y Hernán Merino y el escultor Mardoqueo Montaña.




Y no pocos fabricantes de versos a quienes se les debía tolerar su inspiración cuando les daba por recitar el último soneto a la amada inmortal, y que el poeta Luis Vidales solía escuchar con desdé de comunista ortodoxo.




Los más asiduos asistentes al Automático eran el maestro León de Greiff y el locutor de radio, Hernando Téllez Blanco. Tanto que una mesera afirmaba que ellos dormían fuera, pero vivían en el café. Otro asiduo concurrente era el Chapetón, Manolo Pendás, delante del cual estaba prohibido hablar (bien o mal) de España, so pena de recibir un violento chaparrón de procacidades y denuestos. A su lado, Elías Hoyos afirmaba su tesis de que La Patria de Manizales era el mejor periódico del país. Y quizás del Continente. Es obvio que la figura más visible de la tertulia era el maestro León de Greiff, respetado y admirado por todos, y de quien Enrique —el propietario— decía, comentando su desaliño en el atuendo: “El Maestro siempre acompaña su desayuno con dos huevos: uno para comérselo, y el otro para untárselo en la corbata.”




Coincidiendo con el traslado del Automático a su local de la calle Dieciocho —unos pasos arriba de la carrera Séptima— no pocos contertulios desaparecieron, por cambio de residencia o por muerte. Y porque Enrique— el dueño y contertulio— fue asesinado de manera atroz y misteriosa en su apartamento de la avenida Diecinueve.




De todas maneras, del Automático nos quedan no pocas anécdotas, a las cuales contribuyó también el espíritu retozón del popayanejo López Narváez, alias el Toronjo. De tan insólita clientela cabe destacar ciertos asiduos asistentes que recordamos no por su nombre de pila, sino por sus apodos: Periscopio, Carepuño, Torosentao, Cachifo, el Churrusco.




El Automático nos legó así su picaresca historia. La de una tertulia en la cual escépticos intelectuales recibían cálidos elogios de sus aduladores, y hasta de emboladores y vendedores de lotería. Este tipo de café tiende a desaparecer para convertirse en cafetería. O en bar, en el que se comenta, frente a un whisky, el último escándalo de la cantante pop de moda y el salario, en millones de dólares, de quienes en un estadio, con sus extremidades inferiores, salvan el honor de la Patria.


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