El monólogo suele ser de una sinceridad terminante. No hay interlocutor con quien medirse. El diálogo suele ser de una cómplice sinceridad: en el mejor de los casos es tu palabra junto a la mia. Pero más allá del diálogo aparece ya el espectador y el testigo. La sinceridad se ha hecho imposible. Más allá del diálogo empieza la representación. Rafael Argullol

martes, 19 de abril de 2011

Ballard del arte a la literatura

EL MUNDO DE CRISTAL (1966)
Por: J. G. Ballard (1930-2009)

De día unas aves fantásticas volaban

en la selva petrificada, y
unos cocodrilos enjoyados centelleaban como
salamandras heráldicas a orillas
del río cristalino.
De noche el hombre iluminado
corría entre los árboles,
los brazos como ruedas de un carro de oro,
la cabeza como una corona espectral

(…)

(…)
-¿Un eclipse? –El padre Balthus arrojó la colilla del cigarrillo a las aguas oscuras. El vapor se movía ahora sobre su propia estela, y las venas de espuma se hundían en las profundidades como hilos de saliva luminosa.- No creo, doctor. ¿Acaso la duración máxima sería de ocho minutos?

Los repentinos fulgores que alumbraban las aguas y se le reflejaban en los rasgos afilados de las mejillas y de la barbilla mostraron por un momento un perfil más duro. Consciente de la mirada crítica de Sanders, el Padre Balthus agregó, como para tranquilizar al doctor: -La luz de Port Matarre es siempre así, muy sombría y crepuscular… ¿Conoce usted el cuadro La isla de los muertos de Bocklin, donde los cipreses montan guardia sobre un acantilado traspasado por un hipogeo, mientras una tormenta se cierne sobre el mar? Está en el Kunstmuseum de mi nativa Basel… -Se interrumpió, acababa de ponerse en marcha los motores.- Avanzamos. Por fin.

(…)
A la derecha de la carretera la oscuridad envolvió el bosque, borrando los perfiles de los árboles, y luego de pronto, se extendió sobre el camino. Al doctor Sanders le escocieron los ojos, y se los restregó para quitarse los cristales de hielo que se le habían formado sobre las órbitas. Cuando se le aclaró la vista notó que todo a su alrededor estaba acumulándose una gruesa capa de escarcha que aceleraba, como espinas de un gigantesco puerco espín, tenía ahora treinta centímetros de altura, y las colgaduras de musgo entre los árboles eran más gruesas y traslúcidas: los troncos parecían hilos moteados. Las hojas se entrelazaban en un mosaico continuo. Las ventanas del coche estaban cubiertas de escarcha.




(…)
Una vez, mientras descansaba apoyado en el tronco de un roble bifurcado, un pájaro inmenso y multicolor echó a volar encima de él y se alejó chillando y derramando cascadas de luz desde las alas rojas y amarillas.
Al fin la tormenta amainó y las coloreadas copas de los árboles filtraron una luz pálida. El bosque era otra vez un sitio de arco iris; una intensa luz iridiscente brillaba alrededor de Sanders. El médico echó a andar por un camino estrecho y sinuoso hacia una enorme casa colonial. La mansión se alzaba como un pabellón barroco en una elevación del centro del bosque. Transformada por la escarcha, parecía un fragmento intacto de Versalles o Fontainebleau, con pilastras y frisos que se derramaban desde la ancho techo como fuentes esculpidas.
(…)
Mientras estaba detenido junto al bote, tocando los cristales de los lados una enorme criatura de cuatro patas incrustadas a medias en al superficie se arrastró hacia delante a través de la costra del camino, y los musgos que le envolvían el hocico y el lomo se estremecieron como una armadura transparente. Las fauces mordieron el aire en el silencio mientras luchaba por liberar las patas, sin poder moverse más que unos pocos centímetros en el hueco que tenía su propia forma y en el que ahora empezaba a entrar un hilo de agua. Investido por la luz rutilante que manaba de su propio cuerpo, el cocodrilo parecía un fabuloso animal heráldico. Los ojos ciegos se le habían transformado en inmensos rubíes cristalinos. Arremetió de nuevo, y el doctor Sanders le pateó el hocico, desparramando las gemas húmedas que le cerraban la boca.
(…)



Dos meses más tarde, describiendo los acontecimientos de ese período en una carta al doctor Paul Derain, director de la leprosería de Fort Isabelle, Sanders escribió:
pero lo que más me sorprendió, Paul, fue hasta qué punto estaba yo preparado para la transformación del bosque: los árboles cristalinos que colgaban como iconos en esas cavernas luminosas, las enjoyadas ventanas de las hojas, que se fundían creando un entrecruzamiento de prismas que descomponían la luz del sol en mil arco iris, los pájaros y los cocodrilos congelados en posturas grotescas como animales heráldicos tallados en jade y cuarzo; lo más notable fue hasta qué punto acepté todas esas maravillas como parte del orden natural de la configuración del universo. Es cierto que al comienzo me sobresalté tanto como los que subían la primera vez por el río Matarre hasta Mont Royal, pero después del impacto inicial del bosque, una sorpresa ante todo visual, lo entendí en seguida, y supe que los posible peligros era un bajo precio que yo pagaba para que iluminase mi vida. Por contraste, el resto del mundo parecía en verdad monótono e inerte, un reflejo descolorido de esa imagen brillante, y se extendía en una zona gris y crepuscular que hacía pensar en un purgatorio casi abandonado.
Todo esto, mi querido Paul, la ausencia absoluta de sorpresa, confirma mi opinión de que este bosque iluminado refleja de algún modo un período anterior de nuestras vidas, tal vez un recuerdo arcaico, que nos acompaña desde el nacimiento, de un paraíso ancestral donde la unidad del tiempo y el espacio es la rúbrica de cada hoja y cada flor. Ahora cualquiera puede ver  que en el bosque la vida y la muerte tienen en nuestro mundo deslucido y normal. Aquí siempre hemos asociado el movimiento con la vida y el pasaje del tiempo, pero por mi experiencia dentro del bosque cerca de Mont Royal sé que todo movimiento lleva inevitablemente a la muerte, y que el tiempo es us servidor.
(…)
Involuntariamente, Sanders levantó las manos para apresar los arcos iris de luz que le corrían por los bordes del traje y del rostro. En los espejos se multiplicaba una legión de El Dorados, todos con sus propias facciones: jamás había esperado ver tantas imágenes de sí mismo vestido de hombre de luz. Estudió un reflejo suyo de perfil y notó que las bandas de color le ablandaban las arrugas de la boca y de los ojos, borrando el residuo de tiempos que había endureciendo esos tejidos como las escamas de la lepra. Por un momento tuvo veinte años menos: la rubicunda capa de colores de las mejillas parecía más magistral que la paleta de un Rubens o de un Tiziano.
(…)

 El mundo de cristal. Barcelona. Ediciones Minotauro. 1991. Págs. 14, 83, 85-86, 89-90 y 100 y 101.  





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