El monólogo suele ser de una sinceridad terminante. No hay interlocutor con quien medirse. El diálogo suele ser de una cómplice sinceridad: en el mejor de los casos es tu palabra junto a la mia. Pero más allá del diálogo aparece ya el espectador y el testigo. La sinceridad se ha hecho imposible. Más allá del diálogo empieza la representación. Rafael Argullol

jueves, 7 de abril de 2011

Medea Hora 25


Una mujer señalada como bárbara, como extranjera, comete el crimen más atroz al saberse engañada.
Una historia de pasiones, de poder y de muerte.
Una tragedia griega vista desde el presente.






MEDEA.

Llegado Jasón a Corinto acompañado de Medea, se promete en matrimonio con Glauce, hija de Creonte, rey de los corintios. Cuando Medea está a punto de partir al destierro por orden de Creonte, solicita y obtiene permanecer un día más. Como compensación a este favor, envía por medio e sus hijos como regalo a Glauce un vestido y una corona de oro, tras engalanares con los cuales, Glauce muere. También muere Creonte abrazado a su hija.
Medea después de haber dado muerte a sus propios hijos, monta sobre un carro de dragones alados que recibió del Sol, huye hacia Atenas y allí se casa con Egeo, el hijo de Pandión.

Fereides y Simónides dicen que Medea rejuveneció a Jasón tras haberlo cocido. A propósito de Esón, padre de Jasón, el autor de los Regresos dice así: “Y al punto, transformó a Esón en un agradable muchacho en plena juventud, desprendiéndole de la vejez con su sabia inteligencia, al cocer multitud de fármacos en calderos de oro.”
También Esquilo relata en Las nodrizas de Dioniso que hizo rejuvenecer a las nodrizas cociéndolas junto con sus maridos. Y Estáfilo dice que Jasón murió a manos de Medea de la siguiente forma: le invitó ella a recostarse bajo la popa de la nave Argo cuando estaba ya a punto de deshacerse por el paso del tiempo, y al caer la popa sobre Jasón, pereció éste.

Parece que el drama fue tomado del poeta Neofrón, tras haber hecho algunas adaptaciones, según Dicearco... en su Vida de Grecia, y Aristóteles en sus Memorias. Le reprochan el no haber conservado su carácter a Medea, sino que le hace caer en lágrimas cuando tramó su plan contra Jasón y Glauce. En cambio, se elogia el comienzo de la obra por ser fuertemente patético, así como por su continuación: “y ni en los valles”, y lo que luego sigue. Algo que no entendió Timáquidas, cuando dice que el autor invirtió el orden lógico, como en el caso de Homero: “Tras ponerse vestidos perfumados y haberse lavado”.

Fue representada en la fatídica fecha del comienzo de la guerra del Peloponeso, en el 431, durante el arcontado de Pitodoro, en el primer año de la Olimpíada 87ª. El primero quedó Euforión, el segundo Sófocles y el tercero Eurípides con Medea, Filoctetes, Dictis y el drama satírico no conservado, Los segadores.

Con Medea aparece en escena uno de los caracteres de mayor personalidad, más claramente definidos de la tragedia euripidea y de toda la tragedia antigua. Destaca su personaje entre todos, com expresión del profundo sentimiento de odio que la mujer despechada concibe contra su marido. Por mucho que se nos diga que Medea es de estirpe bárbara (no es griega), que es una hechicera y de familia de hechiceras, está claro que en ella reconocemos una de las claves eternas del alma universal. La fuerza dramática de la obra no puede ser mayor al presentarnos a los dos protagonistas víctimas de su respectiva situación: Jasón es el traidor que repudia a su mujer, y Medea es la asesina de sus hijos que, plena de poder, maquina, calcula y modifica sus planes según la conveniencia que le dicta su razón o el impulso de sus sentimientos.

Por su parte Jasón, que en el agón con Medea deja bien claro lo irreconciliable que ha llegado a ser la situación, no encuentra en nosotros suficiente justificación, por mucho que él aluda a haber traído a la civilización a la bárbara Medea, o que con su nueva boda buscaba mejorar el futuro para los hijos que él tuvo con Medea.





LA SITUACIÓN DE LA MUJER EN LA ANTIGUA GRECIA.

La sociedad griega, con una fuerte estructura patriarcal, mantenía a la mujer en un segundo plano. Esta situación varía según las épocas y también según las ciudades. En la época homérica las mujeres parecen disfrutar de mayor libertad: no están confinadas en el gineceo, salen a la calle acompañadas por alguna esclava, y gozan del aprecio y confianza de sus esposos (lo vemos en: Arete, Penélope, Andrómaca, etc.).

En la época clásica en Esparta la mujer gozaba de cierta libertad e importancia social, pues la vida militar de los hombres hacía recaer en ellas las obligaciones domésticas, el cuidado de los esclavos y la supervisión de los trabajos agrícolas. Sus costumbres gimnásticas y sexuales escandalizaban a los demás griegos, que no estaban acostumbrados a que las mujeres tuvieran tanta libertad de acción.

En Jonia, donde, al contacto con los pueblos bárbaros, la tradición no era tan fuerte y las costumbres habían evolucionado más, la mujer, aún dentro de la organización patriarcal, tenía un mínimo de independencia y de cultura, según se desprende de la poesía y de los testimonios literarios.

Pero en Atenas la situación era mucho más desfavorable para la mujer. Toda su vida tiene un tutor que la representa jurídicamente y jamás puede ser cabeza de familia según los principios del patriarcado.

Al nacer tiene muchas más posibilidades que los varones de ser expuesta, y el único derecho que tiene es el de la dote que su padre le dará al esposo. La mujer nunca puede heredar, excepto a falta de otros herederos masculinos, y en ese caso la epicleros está obligada a casarse con uno de los parientes colaterales para que la familia no se interrumpa.




El matrimonio lo concierta el padre tan pronto como la hija llega a la pubertad, normalmente a los quince años, y por lo general había bastante diferencia de edad entre los esposos. Mayor eraa aún la diferencia cultural, pues la mujer no acude a la escuela y sólo conoce las labores domésticas (Jenofonte en su Económico retrata perfectamente esta situación). Ante el marido no tiene más defensa que el abandono de la casa en caso de malos tratos.
Nos encontramos pues, con una mentalidad que ve en la mujer casada a la madre de familia y a la administradora del hogar. Vive encerrada en la casa, en el gineceo, y está mal visto que salga excepto para las fiestas religiosas, funerales, etc. Este encierro entraña una desconfianza basada en el tópico de la debilidad femenina, más vulnerable que el hombre frente a la pasión por su menor capacidad de autodominio. Por eso la virtud que se predica para ella es la sotrosyne, ideal que expresa Pericles en su discurso fúnebre: una mujer debe tratar de que los hombres no hablen de ella ni para bien ni para mal.
De esta manera hombres y mujeres viven vidas distintas y separadas. No participan juntos de los momentos placenteros, y faltan casi completamente oportunidades para el trato entre solteros de distinto sexo, e incluso el trato entre los esposos era mínimo. En definitiva, las relaciones sociales y el diálogo eran privilegio, casi exclusivo del género masculino.
El único tipo de mujer que encontramos en Atenas con cierta autonomía personal es la hétera. Frecuenta los banquetes y la sociedad de los hombres y tiene con frecuencia un nivel cultural y una personalidad superior a la de la esposa ateniense. El trato con ellas no está generalmente mal visto, y algunas como la famosa Aspasia, gozaron de gran prestigio en los círculos elevados.
Conviene señalar que este panorama que se acaba de expresar, se refiere a la mujer de clase media y alta, nada sabemos sobre la mujer de clase baja, aunque es de imaginar que, por imperativos económicos y sociales, su libertad de movimientos fuera mayor al tener que colaborar en el trabajo del campo, acudir al mercado a vender y comprar, o ejercer algún oficio: nodriza, partera, etc.







La razón de por qué los atenienses fueron tan dados a la sospecha y de que estuvieran siempre dispuestos a pensar lo peor de cualquier mujer puede ser doble: las creían más débiles y por eso las despreciaban, o bien las consideraban más fuertes y las temían por ello. Los poemas homéricos y la mitología, apuntan más bien a lo segundo, poniendo de manifiesto que los griegos consideraban a las mujeres incapaces de no ejercer sus encantos sexuales y creían que siempre los resultados serían catastróficos, independientemente de que la mujer lo buscara deliberadamente o actuara con ignorancia ciega. El análisis psicológico del mito nos descubre un miedo sumergido en el subconsciente: la creencia en el insaciable apetito sexual de la mujer. Esta idea puede remontarse al siglo VII, época del poema hesiódico Melapondia en el que en el mito de Tiresias se afirma que la mujer experimenta en el acto sexual diez veces más placer que el hombre, lo cual va contra la creencia popular y se contradice con la supuesta virtud femenina de la sofrosyne, básicamente “moderación sexual”. Nada podría ser una afirmación más clara de la idea de que las mujeres sólo pueden ser dominadas por la fuerza bruta, una solución que el hombre adopta consciente de su propia debilidad y por miedo al otro sexo.



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