Relato de una adicción
Por: Héctor Abad Faciolince
LA METADONA DE MI ADICCIÓN ES EL silencio. Tanto silencio que —como dice Anna Ajmátova— se oye pasar el tiempo
Mi droga sustituta es levantarme al alba, y caminar con el canto de los pájaros como única compañía. Nobles viñedos, austeros olivares, faisanes, jabalíes y venados. El aire pica en la nariz y sana los pulmones; seré más cursi: el alma.
Vivo en una especie de monasterio o de prisión para adictos. La vida debe tener los hábitos regulares de un convento: desayuno a las siete, almuerzo a la una, comida a las ocho, dormitorio a las diez. Hay permiso para entrar en contacto con esa droga —la información— solamente una hora, antes de la cena. “Ora et labora”, como en cualquier abadía, es nuestro lema: reza y trabaja. Como ya los dioses se murieron hace tiempos, el rezo asume otra forma: la reflexión, la escritura, la lectura y el ensimismamiento.
Hay unos solos ratos fugitivos de conversación, es decir, de vida mundana, a la hora de las comidas, en el refectorio. Los otros monjes vienen de países lejanos: Zimbabue, Sri Lanka, Liguria, Escocia. La abadesa es viuda de un gran escritor austrohúngaro (en realidad el último), nacido el mismo año de la caída del Imperio, en 1914: Gregor von Rezzori. El lugar es uno de los más hermosos de la Tierra: la campiña toscana, con sus suaves colinas que en este mismo instante retoñan después del invierno. Todo parece una nueva vida; también la mía es nueva: no tengo teléfono, no tengo familia, no tengo amada ni amigos ni hijos. Y en esta especie de cárcel solitaria me invade una extraña sensación de libertad, de euforia. Escribo.
El sitio es casi secreto y se llama Santa Maddalena. Una mujer libertina redimida. Tengo algunos tesoros: unas botas para caminar, una chaqueta para el frío, pan y vino a voluntad, cuadernos y bolígrafos. Me curo de una adicción malsana: Internet: correos, contactos, chats, periódicos, revistas, videos, canciones, películas, blogs… Me curo del rencor de los malvados y de la lengua viperina de las maledicentes. Me curo de la ira contra los malhechores. Todo me importa un soberano pito. Escribo, escribo, escribo.
He renunciado a Satanás, que es el otro nombre de pretender estar informado de todo lo que pasa en el mundo y de lo que le ocurre a todo el mundo. La información es adictiva. No puedo estar informado de todo, ni se puede, ni me da la gana. ¿Nuestras mezquinas y provincianas discusiones políticas colombianas? Al carajo. ¿La fascinación por los ridículos tiranos del vecindario? Al carajo. ¿El odio por los dictadores árabes que masacran a sus pueblos? Al carajo. Ni odio ni amor ni lucha: aislamiento y silencio.
Sé muy bien que tampoco se puede vivir siempre así, en pleno siglo XXI, como un monje benedictino, como un abad satisfecho y regordete, alejado del mundo. Pero una vez en la vida, o una vez cada lustro, me lo puedo permitir, porque me invitan. No se ofendan, lectores, si les digo que también su opinión me importa un pito. Sólo una cosa más les digo: si quieren saber lo que es la libertad y la tranquilidad, aléjense alguna vez, y siquiera por dos semanas, de lo que se llama el mundo. ¿Que no se puede? En la abadía de los monjes benedictinos, en Guatapé, reciben peregrinos (hombres y mujeres), si lo piden con tiempo, por algunos días. Es gratis, aunque si quieren dejar una limosna, la reciben. Guatapé es casi tan hermoso como Vallombrosa, y el canto gregoriano de los Salmos, al alba, cura la adicción al mundo
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