El monólogo suele ser de una sinceridad terminante. No hay interlocutor con quien medirse. El diálogo suele ser de una cómplice sinceridad: en el mejor de los casos es tu palabra junto a la mia. Pero más allá del diálogo aparece ya el espectador y el testigo. La sinceridad se ha hecho imposible. Más allá del diálogo empieza la representación. Rafael Argullol

lunes, 10 de enero de 2011

La Ceja


UN PASEO POR ORIENTE

Los días de enero están llenos de gente que desea movilizarse y buscar alguna disculpa para no ir a trabajar. Aún sin terminar de hastiarse de alcohol y de las grasas saturadas del marrano decembrino, quieren extender la temporada que iniciaron en noviembre hasta mediados de enero. Su vocación es pasarla bueno, pues después de ahí solo queda la humillante y vergonzosa carrera por trabajar para poder pagar las deudas contraídas en esta especial época. Las terminales de buses se atiborran de viajeros, los paraderos de buses intermunicipales se identifican por las largas colas que esperan un transporte para algún lugar cercano, en donde los esperan los ripios del jolgorio anterior.

Mi total desubique me lleva a uno de estos paraderos en lo que una muchedumbre aguarda transporte para el mismo pueblo para donde voy. Con calma veo que todos se abalanzan a subir a un bus que intenta estacionarse, sin fijarse que atrás está otro, en el cual sin afanes ni colas me subo. El viaje no es agradable por la incomodidad de la silla en la que me senté, así que llego al pueblo mareado y con ganas de vomitar. Unos minutos en una cafetería del lugar, un tinto y un cigarrillo, fue la dosis que pedí para que me devolviera la calma y la compostura y así proceder a la espera de que me recogieran.

No es la primera vez que llego a algún sitio que no conozco a esperar a alguien que tampoco conozco, así que me relajo saco un libro y empiezo a leer. Los minutos pasan y no me doy cuenta. Por la calle pasa una mujer sensacional y miro su cabello y su cuerpo, aunque tiene más de treinta años, creo, aún conserva el porte y la elegancia de unos años pasados gloriosos. La sigo con la mirada, ella se pasea por los distintos locales como si buscara a alguien, yo me despreocupo cuando la pierdo de vista.

El café y el libro me encierran en un mundo de masones, judíos y jesuitas. La tarde continúa su curso y el cielo despejado no me permite ver que a contraluz en la puerta de la cafetería hay alguien parado, observo que se dirige a la mesa en la que estoy y me dice: - Hola, ¿cómo estás? -

Con sorpresa me doy cuenta que la mujer a la cual le acababa de observar el cuerpo estaba frente a mi hablándome y se expresaba como si me conociera.

Al ver mi cara de estúpido me pregunta:

- ¿Eres Javier y esperas a Don Miguel? -

Con perplejidad solo atino a balbucear un tímido, si.

Ella me explica el inconveniente que se le presentó a don Miguel y de la dificultad para llegar a tiempo a recogerme. Me contó que la llamó y le encargó que me atendiera mientras él estaba disponible, luego me propuso que fuéramos a su casa a dejar el maletín y me preguntó qué quería hacer, ante lo cual respondí alelado:

Fotos-

-Quiero hacer unas fotos-

De su casa salimos directo para el parque y en ese trayecto con la disculpa de las fotos, pude observar detalladamente cada parte de su cuerpo. Su cabello con un tinte rojizo oscuro y cepillado, sus jeans rotos y sus tacones le daban un aire de elegancia y feminidad que en el momento en que le di la mano para pasar la calle me provocó quedarme pegado a ella.

Sus ademanes sensuales y su melodiosa voz comenzaron a hacerme una tarde más que agradable, mágica. Todo sonaba dulce, todas las fotos me parecían hermosas y solo quería continuar a su lado, que la tarde no se acabara y, sobretodo, que don Miguel no apareciera. Los minutos fueron pasando y de esta manera fui quebrando el hielo y el impacto que me produjo su presencia y el hecho de estar al lado de una mujer que todos miraban cuando caminábamos. Así seguimos recorriendo las calles y yo disparaba la cámara como una disculpa para alejarme de ella, detallarla con el objetivo y verla por el visor. Cuando cruzamos por una licorera le pregunté qué le gustaba beber y ella me respondió que cualquier cosa. Compré una botella de ginebra Bombay, y se la regalé. Entonces dice vamos a mi casa me pongo unos tenis y buscamos algún lugar donde conversar y nos la tomamos.

Ya lo único que deseaba era que Don Miguel llamara para decir que no podía recogerme ese día y que tenía que quedarme en el pueblo esa noche. Cuando ella sale de su casa con sutileza le paso el brazo por su cuello y ella responde tomándome de la mano. Bajamos por una vía como dos adolescentes, por el camino me cuenta de su infancia en el lugar, de sus quince años, de su cuadra y de su barrio, yo solo escucho y asisto complacido, no la quiero soltar y me aferro a su mano.

Compramos empanaditas en la cuadra donde ella vivió su juventud, en una tienda agua con sabor a limón y unos vasos desechables. Me cuenta de los helados que hacen en la casa de la esquina y cómo la gente del pueblo viene caminando o en carro solo por disfrutar de una crema exquisita. Seguimos bajando y llegamos al colegio donde estudió y en el que pasó los años de adolescente. De las historias de esa época no comentó nada. Decidimos acomodarnos en unas sillas que están fuera del colegio y allí sacamos la ginebra, los vasos, el agua y una bolsa de maní que tenía en el morral.

Celebramos el habernos conocido, brindamos por lo uno y lo otro, mientras ella contaba historias y hacía de sus recuerdos y vivencias un resumen para que en una sola dosis tuviera el máximo conocimiento de su vida, como si el tiempo se nos agotara y como si ya no tuviéramos más oportunidades.

Decido entonces acercarme, tomarle el rostro en mis manos y darle un tierno beso. Ella responde ansiosa y nuestros cuerpos se funden, se enfrentan, se tocan, se acarician, se necesitan, se sienten. Recojo las cosas, las cuales tiro dentro del morral y tomados de la mano partimos rumbo a su casa.

Una voz dice ¿Javier?, ¿Javier? Asustado despierto y sobresaltado veo que un señor de edad me toca el hombro y me pregunta que si estoy bien. Yo solo observo el pocillo del café que se ha volteado y él me dice soy Don Miguel, parece que su viaje no fue muy placentero.




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