El monólogo suele ser de una sinceridad terminante. No hay interlocutor con quien medirse. El diálogo suele ser de una cómplice sinceridad: en el mejor de los casos es tu palabra junto a la mia. Pero más allá del diálogo aparece ya el espectador y el testigo. La sinceridad se ha hecho imposible. Más allá del diálogo empieza la representación. Rafael Argullol

jueves, 27 de enero de 2011

Programa sobre Coetzee

John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 9 de febrero de 1940), es un escritor nacido en Sudáfrica pero nacionalizado y residente en Australia, que fue galardonado en 2003 con el Premio Nobel de Literatura.

La figura del escritor. «Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?». Infancia y Juventud son dos libros aparte, aunque sólo hasta cierto punto. Son libros sin duda autobiográficos, pero igualmente podrían ser novelas. De hecho la lectura que concitan es más la de una novela que la de una biografía. Y aquí reside también el arte de Coetzee, en hacer de las escenas de la vida de un niño de provincias, o de un adolescente en Londres, arquetipos de la infancia y juventud en medio de ninguna parte, por utilizar ese tan explícito y exacto título de otro de sus libros. Podríamos decir que sus personajes no vienen de ninguna parte, no van a ninguna parte, y están en medio de ninguna parte. Tal vez como todos nosotros. Quiere escribir, sólo quiere escribir, piensa que sólo sirve para eso: «Escribes precisamente porque estuviste solo en tu infancia, porque no tuviste amor (...) No escribimos gracias a la plenitud, quiere decirle; escribimos gracias a la angustia, a la carencia» (El maestro de Petersburgo). Esta idea se ha convertido casi en un artículo de fe de las razones del escritor, y sin duda es aplicable a muchos de ellos. ¿A la mayoría? Es una idea que tiene también una expresión política. Bajo las dictaduras, en los periodos de opresión política, la literatura suele florecer. «En las culturas con censura, donde todo el mundo vive una doble vida -de mentiras y verdades-, la literatura se convierte en un modo de preservar la vida, ofreciendo a la gente un resto de verdad a que aferrarse», escribe Philip Roth en un diálogo con Ivan Klima a propósito de Checoslovaquia. Parece que quienes mejor saben hablar de la libertad son aquellos que la han perdido. Sin embargo no conviene generalizar, pues corremos el riesgo de ver la literatura como una anomalía, o como el producto de una situación anómala si se prefiere, entendiendo, naturalmente, la privación de libertad y la soledad del hombre como algo contrario a su naturaleza.

Coetzee no es un novelista sobrio, con una concepción dramática de la novela. En sus novelas no hay nada superfluo, todo está en su sitio, pensado, calculado de antemano. Cualquier detalle de la acción, cualquier palabra aparentemente casual o sin sentido, encuentran unas páginas más adelante su justificación. Los sueños de los personajes están construidos como los nuestros, con fragmentos de nuestra vida pasada, de nuestra memoria, con insignificantes y anodinos acontecimientos diurnos, y su simbolismo no escapa al lector atento. Hasta sus propios personajes han aprendido que una palabra o una frase, además de su sentido inmediato, sentido que no puede ser más que el de una conversación social sin más pretensiones, siempre tiene otro más remoto, un sentido futuro por así decirlo. Cuando Mijailovich está hablando con Anna Sergeyevna, esta dice en un momento de la conversación: «Todo lleva su tiempo». Frase anodina y trivial donde las haya. Sin embargo Mijailovich piensa: «Aunque no haya causa que lo explique, lee en este comentario un doble sentido». Y naturalmente lo tiene. No hay más que esperar.

Los personajes de Coetzee sonríen poco, y cuando lo hacen, lo hacen en circunstancias extrañas. «Cuando se apagan todas las luces sonrío en la oscuridad», escribe Magda. Yo creo que lloran más, sin motivo. Claro que esto es un decir, pues toda su vida es un motivo. «Hasta la fecha me he ahorrado el llanto, pero cada cosa tiene su sitio y su momento oportuno; estoy segura de que un día llegará la hora de llorar», dice la misma Magda. Y cuando las protagonistas son mujeres, parece obligado que salga algún espejo en algún momento del relato. Susan Barton encuentra uno en casa de Foe y lo vende, no sólo por necesidad, sino también para no tener que verse en él. También Magda se mira en el espejo heredado de su madre, cosa que no le produce evidentemente ningún placer. El espejo es un espejo del tiempo, como también el desierto y la desolación, dos imágenes, o tal vez sea una sola, siempre presentes en las novelas de Coetzee. Unas veces es el desierto africano de su infancia, otras la desolación urbana de su juventud, y la mayoría desierto y desolación en los corazones de los personajes que pueblan sus novelas. Y en medio de todo esto la condición de náufrago. Obvia en Foe, no sólo en la isla sino también en Inglaterra, y no tan obvia en el espléndido y estremecedor final de En medio de ninguna parte. No tan obvia para una mirada indiferente, para una mirada que no ve o no sabe interpretar las señales. Porque las novelas de Coetzee están llenas de señales. La condición de náufrago es algo más que soledad. El mundo está lleno de náufragos como está lleno de naufragios. Para Coetzee el naufragio es algo más que una metáfora. O algo menos. «Somos los náufragos de Dios, tal como somos los náufragos de la historia». Ahora Coetzee no está hablando de la humanidad, evidentemente. Está hablando de Sudáfrica. Lo que pasa en un lugar como Sudáfrica, está pasando también en otras partes del mundo, ha pasado en otras partes del mundo, pasará en otras partes del mundo. Ningún lugar ya está libre, protegido, ningún lugar es seguro. Por eso los libros de Coetzee, se lean donde se lean, estremecen. Los comprendemos demasiado bien.

No hay comentarios: