El monólogo suele ser de una sinceridad terminante. No hay interlocutor con quien medirse. El diálogo suele ser de una cómplice sinceridad: en el mejor de los casos es tu palabra junto a la mia. Pero más allá del diálogo aparece ya el espectador y el testigo. La sinceridad se ha hecho imposible. Más allá del diálogo empieza la representación. Rafael Argullol

lunes, 18 de enero de 2010

Mas que amor, alevosía



Tomar la buseta frente a la Universidad en eso que llaman, las horas pico, es una hazaña digna de un poguero, que entre empujones y codazos se abre espacio dentro de los ochenta centímetros, de eso que llaman corredor. Ubicado al fondo y de milagro sentado en una de las sillas, sin ganas de ver ni de detallarme en las personas que suben y bajan de ella, saco un libro y me pongo a leer.


Sumido en la lectura de "Esperando a los bárbaros" de J.M. Coetzee, me pierdo entre frenadas y arranconazos de estos perversos choferes de servicio público, que dicen llamarse conductores. La historia analiza los paralelos entre los soldados de un puesto fronterizo y la enfermiza relación de ellos, autocalificados civilizados, con los milenarios moradores del lugar; mal llamados bárbaros.
La novela gira en torno a un personaje mayor y a sus vínculos con las comunidades negras y segregadas del lugar.
Sumergido en la lectura y en mis pensamientos, un sutil roce de una pierna en mi brazo me sobresalta y hace que de reojo observe unas piernas metidas en una sugestiva minifalda blanca. Continuando el recorrido con mi mirada, observo un vientre que termina en unos pequeños e insinuados senos, que llevan al rostro de una hermosa mujer afrodescendiente.
Esa palabra que al igual que tolerancia me parecen racistas, asquerosas y más viniendo de personas como nosotros, autocalificados de “eurodescendientes”.
Esta precisa reina de ébano elevó mi libido de una manera inusitada a la enésima potencia e imaginé mi mano entre ese diminuto pedazo de tela, acariciando su vagina y luego besando esos minúsculos senos.
Pero una sonrisa suya al rozarme nuevamente me permitió romper el hielo, ofreciéndole la silla para que se sentara. Ella en gratitud ofreció llevarme el morral y este fue el paso para comenzar un diálogo con frases y preguntas cargadas de cursilerías.
-¿Qué haces?-
-¿Dónde vives?-
-¿Qué tipo de música te gusta?-
-¿Quieres tomar algo?
Y entre sonrisas y complicidades nos bajamos en la esquina del edificio de apartamentos donde vivo, entramos ante la mirada escrutadora de los porteros. Ya en el ascensor me acerco le pongo una mano sobre su cadera y la beso, ella responde colocando sus brazos sobre mis hombros y metiendo su lengua en mi boca. Subo mi mano y sobre la tela toco su panti, ella gime, se estremece y abre sus piernas. Con los dedos corro la diminuta tanga y siento en las yemas sus humedecidos labios, con un movimiento de su mano izquierda sobre la mía hace que penetren la húmeda y caliente caverna mientras me muerde suavemente los labios.
Con la respiración entrecortada, dice,
-¡Espera! No hemos marcado el piso para el que vamos-.
Me apresuro a hacerlo e intento disimular mi erección acomodando mi pene dentro del bóxer. Mientras subimos ella besa mi cuello y yo acaricio sus nalgas, apretándola contra mí cuerpo, pero temiendo que al abrir el ascensor nos encuentre algún vecino.
En el piso del apartamento, acelerado abro la puerta y entramos afanados.
De una patada cierro la puerta y simultáneamente deslizo su bolso y lo dejo caer al piso. Tiro mi morral sobre una silla de la sala y con la otra mano intento subirle la minifalda. Ella me detiene y se la sube, se voltea poniendo sus nalgas contra mi vientre y meciéndose busca el bulto que se ha formado en mi pantalón, beso su cuello y con mis manos acaricio sus pezones.
Ella con maestría suelta mi correa y baja la cremallera del jean para que caiga y su mano se posa en lo que acaba de sentir entre sus nalgas.
Apresurado bajo su panti e introduzco mis dedos en su entrepierna, ella se voltea y toma mi pene en sus manos y lo pone contra su vagina y comienza a menearse, acelera con cada embestida..., de repente y de manera brusca frena y por instinto alcanzo a colocar las manos en la silla de adelante, para no salir por encima del pasajero que está en ella.
Alguien grita: ¡Dele despacio!
Yo desconcertado, tomo el morral que tengo en las piernas, el libro cae y me doy cuenta que me he pasado varias cuadras de mi paradero y las piernas con minifalda ya no están junto a mi hombro.

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