El monólogo suele ser de una sinceridad terminante. No hay interlocutor con quien medirse. El diálogo suele ser de una cómplice sinceridad: en el mejor de los casos es tu palabra junto a la mia. Pero más allá del diálogo aparece ya el espectador y el testigo. La sinceridad se ha hecho imposible. Más allá del diálogo empieza la representación. Rafael Argullol

domingo, 17 de enero de 2010

Un 20 de noviembre

Es el día de su cumpleaños y desde que despertó con el timbre del celular, no ha parado de responder llamadas y de recibir mensajes de texto, y se dice: "hoy va a ser un día muy especial". Al bajar a desayunar se da cuenta que un ramo de rosas rojas está en la sala, aunque bastante cursis y ordinarias para su gusto, se alegra al saber que son para ella.
Su madre que está en la cocina, sale con una bandeja y la ubica en el comedor, para luego darle un beso y un abrazo y desearle lo mejor del mundo, por ser la niña de sus ojos. Mientras desayuna, su madre recuerda historias del día de su nacimiento y eso la reconforta.
Decide que ese día va a estrenar la ropa que le regalaron la noche anterior en la reunión que la familia le hizo y llama a la peluquera para que le aparte una cita, quiere peinarse y maquillarse y de paso hacerse las uñas.
Como es su costumbre, los jeans serán la prenda que le permitirá lucir sus torneadas y trabajadas nalgas que tantos piropos le generan y la blusa nueva con su escote cree que producirán en su novio los más libidinosos pensamientos y ella dispuesta, celebrará el cumpleaños metida en la cama del hombre que ama.
Todo desde la mañana está premeditado, por eso cuando sale, le dice a sus padres que esa noche le tienen una fiesta sorpresa y que es factible que no regrese.
Al ver la transformación de su rostro en el espejo, sonríe y coqueta, piensa en las horas que en su cumpleaños anterior, pasó junto a su novio haciendo el amor. Recuerda cómo le recorrió el cuerpo paso a paso, poro a poro con sus labios. También recuerda la delicadeza y ternura de él, sus maneras dóciles y especialmente su cuerpo perfectamente limpio de vello, y lo comparó con una estatua romana o un kuroi del período arcaico griego.
Ese hombre que había sido su primer hombre, ese hombre que la había iniciado en los oscuros e insospechados mundos del amor, la traía muerta. Amaba cada uno de sus actos, pero especialmente la forma en que se comportaba con ella, las opiniones que hacía sobre su cuerpo, su porte y la ropa que usaba, esto le mostraban su interés por ella y por sus cosas y así lo amaba más.
La hora del almuerzo con sus amigas de la universidad fue un monólogo de su relación con él. Ellas curiosas preguntaban y le fecilitaban por el Adonis con el que estaba, alguna manifestó su envidia porque ella tenía un hombre como ese y otra le dijo que si lo dejaba no le daría tiempo para que sufriera y se ofrecía para hacerle compañia a él, en sus horas nocturnas. Entre risas y carcajadas de los comentarios de unas y de otras se despidieron para reencontrase en la casa de Natalia esa noche.
Colocar un poco de perfume en sitios estratégicos fue lo que hizo antes de tomar el taxi. Ya en la fiesta como era la agasajada comenzó a ser atendida. Un tequila con sal y limón le imprimió a su cumpleaños un brío especial, su cuerpo comenzó a sentir los calores propios del deseo y de la pasión y no esperaba el momento de verlo llegar para llevarlo al cuarto de su amiga y allí satisfacer sus instintos y recibir su ansiado regalo.
Él llegó con un amigo que ella no conocía, tan pronto lo vió se le lanzó como un felino a sus brazos, él la tomó y dando una vuelta la abrazó con fuerza, ella feliz no quería dejar de girar, se sentía plena y llena. Sin importar los demás, le pidió que subieran al cuarto de Natalia, pero él le dijo sin soltarla:
-Más tarde que acabo de llegar-.
Esas palabras lo que hicieron fue aumentar sus deseos, se le insinuó rozando su vientre sobre su pene, pero el lentamente la depositó en el suelo y procedió a saludar al resto de invitados. Ella igualmente comenzó a hablar con sus amigos, que hacían todo lo posible porque ese día fuera único.
Las horas y las botellas de licor se fueron consumiendo, entre música, baile y risas la fiesta llegaba a su fin, los invitados comenzaron a retirarse por parejas y pequeños grupos. Ella buscó a su amado y no lo encontró, preguntó a quienes estaban en la cocina y alguien que envidenciaba su embriaguez, dijo haberlo visto en el cuarto de servicio que estaba atrás.
Tambaleandose por el licor que había consumido y que ya comenzaba a manifestar sus efectos, llegó al fondo de la cocina y allí con la puerta entreabierta vio lo que nunca hubiese querido ver.
Su hombre y el amor de su vida besaba a alguien en la penumbra del cuarto. Veía manos que tocaban la espalda y las nalgas de su Adonis, veía como él respondía a las caricias y a los besos, veía lo que no estaba dispuesta a ver.
Empujando la puerta entró y ante la sorpresa de quienes estaban adentro, solo alcanzó a gritar:
-¡Carlos!-

El despertar del 21 de noviembre no fue el mejor día para ella, un año más vieja, el dolor de cabeza que le producía el guayabo y el hecho de haber visto a su hombre, al hombre que amaba, besándose en la fiesta, había hecho de este un cumpleaños inolvidable.
Pero lo que más le dolió fue lo que su novio le dijo luego del suceso:
-¡Es inevitable, es a él a quien amo!-

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